La galería de indicios publicada por la fiscalía de Jalisco convocó al rancho Izaguirre, en Teuchitlán, a madres buscadoras que, cuando vieron las prendas, sintieron una conexión con su hijo desaparecido. Unos jeans, una certeza o una simple corazonada fueron suficientes.
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- A bordo del autobús rumbo a Teuchitlán, la señora Carmen Carrillo amplía en su celular la imagen de un pantalón extendido sobre un fondo azul para escudriñar cada detalle, cada pliegue. Cierra la foto y busca entre su colección de recuerdos alguna en la que pueda ver de cuerpo entero al hijo que tiene desaparecido. Cuando la encuentra, se enfoca en los jeans que trae puestos, la agranda, luego la cierra y, en un ritual interminable, otra vez vuelve a mirar la imagen del pantalón con el rótulo 61, el número de evidencia pericial que la fiscalía de Jalisco asignó a esa prenda descubierta en el rancho Izaguirre.
Aunque es un pantalón de mezclilla de color azul, sin talla y sin marca, ella está segura de que le pertenece a Dani. “A una como madre la llaman sus hijos”, asegura. “Él siempre ha tenido una conexión muy grande conmigo”.
Por eso el domingo abordó este camión que salió de Guadalajara y se detuvo en el centro del pueblo de Teuchitlán, a unos minutos del infame rancho donde fue encontrado ese pantalón junto a otras 435 prendas de ropa, 154 pares de zapatos y 18 maletas que parecen los vestigios de la catástrofe ahí ocurrida. Testimonios mudos de una tragedia. Ropas que quedaron abandonadas; sus dueños no han aparecido. Pudieron haber sido reclutados por el cártel local (muchos de ellos engañados con falsas promesas de empleo) o asesinados en los inhumanos entrenamientos que se llevaban a cabo en ese sitio.
Carmen Carrillo dice que empezó “a sentir feo” la semana pasada, cuando se atrevió a ver las noticias. “En Teuchitlán reconocí su pantalón que él traía ese día que se lo llevaron, y la cartera, y un bóxer. También traía unos tenis marca Vans, pero no me había percatado de que estos que pensé que eran suyos traen cuadritos a los lados, entonces no son, pero el pantalón y los bóxers, la cartera, sí”.
Movida por esa corazonada empacó en su mochila unas flores de plástico blancas y una veladora. “Las voy a dejar ahí con la parte de mi corazón que me quitaron, que me arrancaron, y pues todo mi amor va con él”. Mandó también imprimir un cartel desde el que mira sonriente su hijo, y agregó sus datos: “Daniel Alberto Velasco Carrillo. Fue privado de su libertad el 22 de noviembre de 2022”. A su lado colocó unas imágenes difusas —explica que es un tenis negro, una cartera, los jeans— que sacó de la galería del horror que difundió el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco cuando ingresó al rancho Izaguirre y cavó hoyos y encontró tres “hornos” con restos humanos calcinados, y de paso encueró el pésimo trabajo forense que hizo la fiscalía estatal en ese mismo rancho donde seis meses antes había rescatado a tres personas secuestradas (una muerta) y detenido a otras diez, pero no descubrió que ese sitio era un centro de exterminio. Que cada objeto, cada prenda, cada dentadura hallada puede ser un indicio para conocer el paradero de alguna de las más de 15,000 personas desaparecidas en Jalisco.
“Estas son algunas prendas iguales a las que él llevaba puestas el día que lo arrancaron de mi vida y encontradas en ese rancho de terror, horror, dolor y sufrimiento. ¿Qué te hicieron, hijo de mi corazón?”, imprimió en el pendón que saca de su bolsa cuando arriba a la explanada de una gasolinera donde ya están otras madres —vestidas con playeras estampadas con las fotos de los hijos e hijas que buscan—, varias llorando desconsoladas. Como presintiéndose huérfanas de sus propios hijos. Huérfanas, porque no existen palabras para nombrar la pérdida de un hijo.
Ella, sin embargo, está segura de que Daniel ya falleció. La conexión madre-hijo que siempre han tenido nunca le falla. Como aquella vez que él recibió una golpiza y ella lo presintió y corrió a verlo; eso fue mucho antes de que lo interceptaran en una calle de Zapopan y se lo llevaran para siempre.
Una banda de guerra infantil abre paso al cortejo que encabeza un Cristo crucificado, ensangrentado, seguido de la procesión de madres dolorosas, de madres sin sus hijos. Los pobladores forman una valla en señal de respeto a esa peregrinación de familias llegadas de todo Jalisco; no pocos lagrimean al imaginar su desgracia, que está ligada con el rancho ahora bautizado en algunos noticieros como “la escuelita del terror”, de la que se han contado historias de gente asesinada a golpes, comida por animales, quemada viva o muerta.
Mientras se enfila para acompañar la procesión religiosa que este domingo 16 de marzo cruzará las calles de Teuchitlán hacia la Parroquia del Señor de la Ascensión, donde celebrarán una misa antes de dirigirse al rancho Izaguirre, ella cuenta que ya pasaron los meses en los que deseaba morirse por tanto dolor que sentía. Fue cuando comenzó a percibir en su propio cuerpo las lastimaduras que su hijo vivió: “La cabeza la sentía que me iba a explotar, el cuerpo me dolía, me ardía el estómago, sentía mucho ardor, las piernas se me acalambraban; nunca he vuelto a sentir un calambre así”. Ella vivió con él esa muerte lenta.
En enero de 2023, le mandó decir una misa y le hizo un velorio. El último día del novenario tuvo una revelación: “Dormí de corrido; cuando me desperté, vi que había amanecido y ya no sentía dolor, no sentía nada. Pero, cuando entré al baño, yo sentí un desprendimiento y pues lloré mucho… Me dice mi pareja: ‘¿Qué pasa?’. Digo: ‘Es que ya se fue, ya no está conmigo’. ‘¿Por qué dices eso?’. ‘Es que ya sé que se fue’”, y llora al recordarlo.
Aunque desde hace dos años se sentía triste pero en paz, volvió a sentir algo “raro” cuando vio en las redes sociales aquel pantalón al que le pusieron el número 61. “Es de él. Es idéntico; marca, modelo, talla, el color, el desgaste que tenía”. También reconoció el bóxer que a veces ella le lavaba; uno de los cuatro que Daniel tenía. Eso sí, le urge revisar aquella cartera —una que luce como cualquier otra— que ella imprimió en el cartel: “Es suya. Él cargaba una estampita de San Judas y un papel con números telefónicos anotados donde tenía el mío. Si no sacaron ningún documento, debe de estar ahí”.
Carmen afirma que su Dani sigue cerca, que le platica, que siente cómo le acaricia el pelo, a veces la mano. Quiere despedirlo en aquel rancho del terror, y por eso vino. “Quiero ponerle ahí una veladora y dejarle estas flores lo más cerca que pueda de ahí. Porque si es momento de que él se despida, que él trascienda en paz, que trascienda en la luz. Que sea con mucho amor y decirle todo lo que lo he extrañado y que siempre lo voy a amar. Siempre. Y que voy a esperar hasta mi último día de vida, que cuando ya sea mi tiempo de irme, va a ser al primero que voy a buscar”.

“Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos”, se escucha por las calles de Teuchitlán; un coro de mujeres que vocea también los nombres de las personas que buscan. “Hijo, escucha, tu madre está en la lucha”, gritan y lanzan luego otra consigna, que se siente como bofetada contra quienes desde las banquetas transmiten en vivo la peregrinación como si fuera un espectáculo: “Señor, señora, no sea indiferente, se llevan a los hijos en la cara de la gente”.
Entre las madres que marchan está Norma Lorena Cabrera Solórzano, una de las integrantes del colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco que estuvo en el rancho Izaguirre aquel 5 de marzo, cuando el grupo de familias ingresó a ese campo de exterminio donde los futuros sicarios entrenan matando a otros jóvenes, muchos de ellos reclutados a la fuerza.
Ella llegó tarde a esa búsqueda, caminó y caminó con el grupo, inspeccionó a la par el campo abierto que en otras temporadas está rodeado de cañas de azúcar; después fue al cobertizo techado, donde están “los cuartos”, y vio el tendido de ropa abandonada como restos de un naufragio.
“Me quedé en shock. Me cegué. Me agarré y sentí que no pude. Los pies me temblaban, el corazón se me salía de tanto palpitar. Ya no pude decir gran cosa porque me quedé muda. Nomás tuve un pensamiento: ‘Si a mi hijo lo incineraron, si aquí estuvo, si vino con una ropa y se la quitaron, nunca lo voy a poder encontrar’”.
Al evocar ese momento, la tristeza se le asoma en la mirada. Dice que no encuentra palabras para explicar su sensación, que no le alcanza con decir desesperación, tristeza e impotencia. “Se me salieron las lágrimas. Yo buscaba algo de la ropa de mi hijo, aunque sé que no los dejan con la ropa con que uno los vio por última vez; les van cambiando la ropa, porque precisamente ellos ya saben que la familia los busca con la ropa que algunas piensan que llevan. O sea, son bien listos, los cambian para despistar y que nos dé trabajo encontrarlos”.
Recuerda la gorra con las siglas CJNG bordadas, una credencial de elector, las cubetas con cenizas. “Hay gente que todavía no dimensiona todo lo que vimos, lo que se siente de estar ahí”.
Luego dice que, aunque encuentre sus pertenencias en Teuchitlán, no dejará de buscar a su hijo. Y se traba de nuevo en la charla, como cada vez que recuerda que en ese sitio los criminales usaban fuego para deshacerse de sus víctimas. Ese método tan de moda en México para desaparecer personas. Y ella, que lleva “años” en búsquedas, sabe lo que eso significa: “Si aquí está mi hijo, nunca voy a saber nada, nada, nada, nunca voy a poder encontrar tanto al mío como a muchos que estuvieron ahí. Nunca vamos a poder saber realmente si estuvo ahí. No se va a poder hacer el ADN”.
****
La académica y periodista Alejandra Guillén González, investigadora de los centros de exterminio en Jalisco, considera que el rancho Izaguirre es un eslabón en la cadena de sitios a donde son llevadas las personas que son reclutadas en Guadalajara a través de falsas ofertas de empleo. Muchas de las víctimas, que provienen de distintas partes del país, son citadas en la central camionera de Tlaquepaque, donde se les pierde el rastro. El “circuito desaparecedor” abarca la región Valles de Jalisco, pasa por el Bosque de la Primavera, por la sierra de Ahuisculco, y se encamina hacia Vallarta. En esos sitios, los nuevos sicarios son entrenados asesinando a golpes a otros jóvenes reclutados como ellos, descuartizándolos y quemándolos.
Muchas de las madres buscadoras de Jalisco que participan en la procesión están curtidas con el historial de horrores que han descubierto. En 2018 sufrieron el hallazgo de dos “tráileres de la muerte”, en los que la fiscalía apiló más de 200 cuerpos que terminaron pudriéndose en un baldío, y la noticia del asesinato de tres estudiantes de cine que —según las autoridades— fueron disueltos en ácido porque se metieron a rodar en una casa prohibida; en 2019, la revelación de que más de 500 cuerpos fueron incinerados en la morgue y, al volverlos cenizas, se había perdido su identidad; en 2023, la desaparición de cinco jóvenes tras visitar un mirador en Lagos de Moreno, y el video que los muestra matándose entre sí.
Pero la noticia del rancho Izaguirre les pega distinto. Las imágenes de los hoyos con restos quemados atormentan. No es lo mismo encontrar un cuerpo, un esqueleto, que encontrar cenizas. Ya no medir los restos por fragmentos de huesos sino por kilogramos de polvo.
Las personas con pericia forense saben que, si una persona es sometida al infierno en vida, se dificulta lograr su identificación. Según el combustible que se use, el tiempo y la intensidad del calor, depende si algunos huesos de la persona se salvan (además de lo metálico que traía: hebillas, botones, dientes de oro, varillas de los brasieres, tornillos quirúrgicos). Con mucha suerte, un perito lo recoge, lo lleva a un laboratorio y lo contrasta con la prueba genética que las familias que buscan han dejado por todo el país. Pero esa suerte casi nunca se manifiesta en Jalisco, donde las pruebas periciales no se levantan, ni siquiera se resguardan.
En la que considera que es “la búsqueda más triste de todas”, Gloria Becerra Ramírez, quien desconoce el paradero desde 2019 de su hermano Miguel Ángel, asegura que en el rancho Izaguirre hallaron tres hornos y “puros huesitos”.
La mujer que este domingo está en la misa en representación de Indira Navarro, la lideresa de Guerreros Buscadores de Jalisco, antes de regresar a supervisar los trabajos que la fiscalía hace en el rancho, comenta: “Hemos encontrado muchas personas, pero como esto nunca. De hecho, estábamos excavando y se podían escuchar hasta los gritos, se podía escuchar esta mala vibra, pues por todo lo que sufrieron ahí esas personas”.

Al final de la misa, desde el púlpito, el sacerdote anuncia que se suspende la prometida visita al rancho para no obstaculizar el trabajo que está haciendo la fiscalía, tras haber sido exhibida por las familias.
Las buscadoras llegadas hasta este municipio, movidas por sus corazonadas de madre, entienden que se quedarán sin mirar con sus propios ojos la evidencia. Sin pisar el infierno convertido ya en camposanto. Sin depositar las flores o colocar la veladora. Sin calar la vibra para ver si los seres que buscan les mandan alguna señal.
Solo unas familias que tienen transporte propio se lanzan por su cuenta a la entrada del rancho, donde se topan con un grupo de policías municipales y una cinta roja que les corta el paso.
Ahí está de pie la señora María de la Luz Ruiz Gutiérrez, quien convenció a su pareja para que la llevara en moto hasta el lugar. Pide a los guardias que le permitan preguntar si hay prendas de su hijo Elías Sánchez, le responden que vaya a Guadalajara a la fiscalía.
Ella, atacada por el enjambre de periodistas que busca testimonios, repite en distintos tonos, con y sin lágrimas, la misma historia. Que no sabe quién se lo llevó, que ella no estaba ese tiempo en San Juanito Escobedo, que su hijo era bueno, que “trabajaba en el mezcal”.
“Yo me vine a la marcha, dije: ‘Van a ir todos, pues entramos todos’. Pero ya llegó el policía”.
La mujer se pone el casco en un amago de irse, se quita la camiseta en la que lleva la borrosa foto de su Elías. Quiere zafarse de los periodistas. Se consterna cuando descubre que el adorno floral que llevaba se le rompió en el camino. Como no puede irse, y la rodean cada vez más grabadoras, repite su historia y cada vez llora con más fuerza.

Su acompañante, el chofer de la moto, dice que son pareja y que, cuando comenzaron a salir, descubrieron que tenían algo en común: un hijo desaparecido. Y ahora ella lo empujó a sacudirse el miedo y empezar a buscar.
En un monólogo ante los periodistas, él se disculpa: tenía miedo porque, hace siete años, cuando se llevaron a su hijo, lo amenazaron por preguntar. Durante un año le mandaron advertencias por WhatsApp. Lo único que pudo hacer fue consultar a una adivina que siempre le decía que no se preocupara, que esos hombres “ahí lo traían”.
Hasta ahora, que se enamoró de una buscadora, fue que se amarró el miedo. Se siente culpable y a la vez temeroso de las consecuencias. Ese es el peso que la autoridad indolente deja a los familiares: que ellos busquen, aunque se expongan.
“Nadie los busca porque a unos los amenazan. A mí también ya me amenazaron. Me asustaron, no busqué a mi hijo y estoy bien arrepentido. Él tiene siete años también [desaparecido]. Se llama Rubén Eduardo Reyes Ávila. Y, pues, yo la verdad fui un padre miedoso. Y ya no supe nada de puro estar todo el tiempo amenazado y amenazado, la verdad. Y ahorita que vi esta situación, yo digo, a lo mejor, aquí está también. Y yo tan cerquita que lo tenía aquí. Y la verdad, pues me hace sentir culpable a la vez de lo que le pasó a él porque yo ya no lo busqué por miedo…”.
Él vino hasta acá porque piensa que unos tenis del catálogo del horror eran de su hijo. “Mi nuera identificó los zapatos. Son unos tenis que él los pegó con carbonato”.
Los policías insisten en que vayan a la fiscalía. La mujer no oculta su frustración. Por internet no puede ver el tendedero de fotos para intentar reconocer algo de su hijo.
“Es más fácil para mí que me dejen ver las ropas aquí, porque mi teléfono no lo sé mover, no se mueve”.
Ella no se retira. Mira a lo lejos, hacia el rancho de la muerte, donde cree que terminará su peregrinaje de buscadora: “Yo siento que él sí está aquí o estaba. Siento que aquí anda. No puedo descartar nada No hay como que tú misma veas las cosas para encontrar. Es una aguja y un pajar, creo que nunca lo voy a encontrar. Pero sé que aquí está, hecho mil pedazos, pero lo voy a encontrar”. Se le quiebra la voz. “Ya se lo comieron, ¿ya qué?”.
**Foto de portada: Un Cristo crucificado encabezó la procesión que recorrió las calles de Teuchitlán hasta la Parroquia del Señor de la Ascensión. (Marcela Turati)
www.adondevanlosdesaparecidos.org es un sitio de investigación y memoria sobre las lógicas de la desaparición en México. Este material puede ser libremente reproducido, siempre y cuando se respete el crédito de la persona autora y de A dónde van los desaparecidos (@DesaparecerEnMx).
*Marcela Turati es periodista, cofundadora de Quinto Elemento Lab y del proyecto A dónde van los desaparecidos. Autora del libro “San Fernando: última parada” (2023), sobre las desapariciones de personas en Tamaulipas y la búsqueda de sus familiares.